Comentario
Al iniciarse la década de 1980 comenzaron a cambiar las posturas dominantes en la región frente al crecimiento económico y el desarrollo, especialmente a partir de las grandes y estrepitosas derrotas sufridas por los movimientos que defendían posturas nacionalistas y antiimperialistas. En los años 70, y de la mano de gobiernos militares, aunque no exclusivamente, comenzaron a desarrollarse políticas económicas neoliberales que trataron de reducir el déficit de la balanza de pagos y achicar el tamaño del Estado para poder enfrentar el déficit fiscal creciente que amenazaba a la mayor parte de los países de la región. Desde el golpe en Chile contra el gobierno de Salvador Allende hasta la derrota electoral del sandinismo nicaragüense los acontecimientos se aceleraron. El desmoronamiento de los países del Este de Europa, como Polonia o Rumania, anunciaban la magnitud de una crisis que tendría en la caída del muro de Berlín y en la desaparición de la Unión Soviética sus puntos culminantes. Al mismo tiempo, la prosperidad de los "dragones" del Pacífico, como Corea del Sur o Singapur, demostraba que había otras formas de crecimiento económico.
La economía latinoamericana estrechamente vinculada a la norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial se vio sacudida por la decisión del presidente norteamericano Nixon de declarar la inconvertibilidad del dólar en 1971. El estallido de la primera crisis petrolera en 1973 fue el comienzo de una larga pesadilla para América Latina. La subida imparable del petróleo en los mercados internacionales, que contrastaba con el más moderado de otras materias primas, fue un frenazo al crecimiento de la economía mundial. El desorden se asentó en los mercados internacionales, en un momento en que los políticos estadounidenses y europeos consideraban que la inflación era mucho menos perniciosa que el paro, de modo que sus gobiernos no se resistieron demasiado a lo que estaba ocurriendo. Los Estados Unidos, un importante productor de petróleo, atravesaron la crisis con escasos daños, mientras que Europa occidental resultó mucho más afectada. Esto acabó con las esperanzas de los latinoamericanos que buscaban el apoyo europeo para neutralizar la dependencia de los Estados Unidos.
La coyuntura introdujo diferencias entre los países menos desarrollados, divididos entre productores y no productores dé petróleo. Los primeros, como México y Venezuela, y Ecuador en menor medida, se nuclearon en torno a la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP) y se beneficiaron directamente de la situación al contar con una gran disponibilidad de divisas, mientras los otros verían más tarde cómo la recesión mundial originada en el aumento de los productos energéticos hacía descender la demanda de alimentos y materias primas. El aumento de la factura energética incidió negativamente en Brasil y Chile, importadores netos de petróleo, así como sobre la totalidad de los países de América Central y el Caribe, lo que también repercutió negativamente sobre sus balanzas de pagos.
La subida del petróleo generó una gran disponibilidad de petrodólares (el dinero percibido por los países productores por sus ventas), que inyectaría una enorme liquidez en el sistema financiero internacional. La banca privada se dedicó a reciclar ese dinero prestándolo a bajos tipos, a tal punto que en países de alta inflación, los intereses reales eran negativos, lo que aumentaba el atractivo de dichos préstamos. El estancamiento económico del centro posibilitó que los créditos llegaran a ritmos crecientes a los países del llamado Tercer Mundo, como los de América Latina, que comenzaron un rápido proceso de endeudamiento, con la destacada excepción de Colombia. El papel de la banca privada como prestamista de la región aumentó considerablemente y reemplazó a los organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial. Los préstamos de los bancos privados pasaron de representar el 7 por ciento del total a finales de la década de 1960 al 70 por ciento a finales de la década siguiente.
El aumento del endeudamiento se apoyaba en unas exportaciones que habían crecido cerca de un 20 por ciento entre 1976 y 1980 y en tasas de interés que no superaban el 10 por ciento anual. Estas circunstancias, sumadas a la teoría de que la deuda externa no se pagaba sino que podía renegociarse una y otra vez, reforzaban la idea de que el endeudamiento se mantendría en niveles tolerables y que no habría grandes problemas para pagar los intereses. En México y Brasil los recursos generados por el endeudamiento sirvieron para profundizar la industrialización, que atravesaba momentos críticos. En otros países, como Argentina o Chile, se financiaron experimentos neoliberales, que tuvieron resultados muy diversos. Si bien en ambos países había gobiernos militares, sólo los chilenos lograron, tras algunas dificultades iniciales, consolidar su programa de ajuste, mientras los militares argentinos cedían una vez más ante la acción de los sindicatos y de los industriales que vivían del abastecimiento del Estado. Una buena parte de los recursos llegados a Argentina y a Chile financiaron el rearme de sus Fuerzas Armadas, que se preparaban para un enfrentamiento fronterizo.
La corrupción existente facilitó la vaporización de buena parte de esos capitales, que en vez de invertirse en los teóricos lugares de destino reaparecían en cuentas secretas de los bancos suizos o en Estados Unidos, Japón o Europa. La fuga de capitales se convirtió en algo corriente en la década de los 80 y se estima que más de 300 mil millones de dólares salieron de la región en esos años (una cifra comparable al monto de la deuda externa). El alcance de la fuga de capitales varió de un país a otro. Entre 1980 y 1984 se estima que fue de 17.000 millones de dólares en Argentina, de 40.000 millones en México y de 27.000 millones en Venezuela. En ciertos años, la fuga de capitales supuso el 50 por ciento del ahorro de Venezuela o Argentina. Para el Banco Mundial, la fuga de capitales es un síntoma de mala administración macroeconómica, generalmente agravada por la inestabilidad política. Si los inversores conviven con tasas de inflación elevadas o temen que la moneda nacional se va a devaluar, transfieren sus fondos al exterior para evitar pérdidas de capital. Las recetas neoliberales y monetaristas, seguidas en prácticamente todos los países de la región, independientemente de su tipo de gobierno, provocaron una menor participación del sector industrial en el PIB y aceleraron la desinversión, tanto pública como privada. El avance del sector financiero y las altas tasas de interés que se pagaban en sus circuitos desanimaron nuevas inversiones productivas, dada su menor rentabilidad y abrieron en muchos casos la puerta a la especulación.
La inflación se acentuó en los países centrales, y en 1978 la Reserva Federal de los Estados Unidos (la principal autoridad monetaria) decidió oponerse frontalmente a la subida de precios, aplicando medidas monetaristas, propias de la ortodoxia económica, y aumentando los tipos de interés. La segunda crisis del petróleo, en 1979, y la consiguiente recesión internacional reforzaron las tendencias inflacionarias y el ajuste en los países centrales se hizo inevitable. La nueva subida de los tipos de interés, agudizada por la necesidad de dinero fresco de la economía norteamericana, terminó por desatar la crisis de la deuda externa, una deuda que superaba los 200 mil millones de dólares si sólo se contabiliza el endeudamiento público, o los 350 mil millones si se tiene en cuenta el endeudamiento privado. México y Brasil, con más de 100 mil millones de dólares cada uno, y Argentina, con más de 50 mil millones, eran los mayores deudores del continente. Al finalizar 1990, la deuda ascendía a 423 mil millones de dólares, mientras que los atrasos en el pago del servicio de la deuda alcanzaban los 30 mil millones.